jueves, 8 de diciembre de 2011

La indignación del Bautista


Imagen: "Juan Bautista" de Caravaggio (Galería Borghese. Roma)

El tiempo de Adviento en el que nos encontramos, nos acerca la figura de Juan Bautista. Presentado usualmente como prototipo de la vida ascética, aquel que vive en el desierto y se alimenta de saltamontes y miel silvestre, aquel que predica la moderación y la comunicación de bienes, aquel que denuncia el hambre, la extorsión, la violencia, la maledicencia o el ansia de riqueza. Pero detrás de todo ello solemos olvidar que Juan Bautista fue “la voz que clama en el desierto”, la voz de un hombre sincero que no anteponía su propio yo, la voz de un hombre exigente con sus propios principios. Es por esto que denunció cuanto de injusticia se daba en la sociedad de su época, sin pararse ante los poderosos ni ante los jerarcas. Así, arremetió contra la corrupción de Herodes hasta costarle la vida.

Y es aquí donde podemos identificar a Juan Bautista con los “indignados” de nuestros días. Inmersos como estamos en la más profunda crisis de las últimas décadas, los indignados denuncian la corrupción intrínseca de un modelo capitalista que nos ha conducido a esta situación, sin dejar por ello de enriquecer a sus propios artífices desde la Banca, como grandes especuladores financieros, hasta una clase dirigente interesada y corrupta. Los indignados reclaman una democracia real, un cambio de modelo que permita desarrollar un sistema más justo, más digno, más humano, más ecológico. Y aquí no puede uno sino recordar las palabras de Cristo “A vino nuevo, odres nuevos” (Lc. 5,38).

Pero la indignación alcanzaría también a aquel sector de la jerarquía eclesial que no ve más allá de sus orondas panzas, olvidando que hemos de remangarnos los pantalones para pisar los lodos y las arenas de la vida y que parecen convertir la religión en un sistema normativo asfixiante, cuando el propio Cristo decía "Mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt. 11,30).

Cuando Juan llama a "Allanad los caminos del Señor" (Jn. 1,23), con toda probabilidad denuncia los innecesarios fastos de nuestras celebraciones o el excesivo boato de nuestros ritos, que en buena medida ocultan la esperanzadora alegría de la Buena Nueva de Cristo. Pero su indignación alcanzaría también a aquellos laicos que nos mostramos incapaces de asumir una conciencia crítica para limpiar la religión de cuantos postizos la desvirtúan e impiden a muchas gentes y a buena parte de la juventud entender el auténtico mensaje de Cristo, el único y gran mandato que deriva de los evangelios: el amor a Dios y al prójimo. Porque "Dios es amor" (1Jn, 4,16)

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