Y poco a poco llegamos a cabo Finisterre. Durante siglos se consideró este lugar el fin del mundo "finis terrae". Atreverse a navegar más allá de la línea del horizonte, era adentrarse en aguas sombrías, aterradoras y repletas de monstruos del llamado Mare Tenebrosum. Era exponerse a caer en una gran sima de la que nadie había regresado. Una legendaria tradición afirma que los fenicios levantaron aquí un Ara Solis, un altar al Sol para venerar al rey de los astros.
Por esto el hombre asistía cada tarde a la puesta de sol con el ánimo encogido, guardando un religioso silencio, con la esperanza puesta de que el astro que nos alumbra regresara nuevamente por el este. Aún hoy, el crepúsculo en Finisterre, constituye un espectáculo único. Decenas de personas permanecen en quietud sobre las rocas de este litoral, mientras el sol desciende de forma casi ritual para desaparecer en el horizonte. No son pocos los peregrinos que después de completar su ruta jacobea, prosiguen hasta este lugar para despedir al sol.
Y respetuosamente disfrutamos de este espectáculo. Una pequeña franja nubosa parecía cubrir pudorosamente al astro, en su última visión, pero no por ello el juego de luces y sombras, de vivo color interactuando con oscuridad, dejó de producir una sensación difícil de describir.