sábado, 24 de diciembre de 2011

Navidad. El nacimiento del Sol

“Para vosotros, los que teméis mi Nombre, brillará el sol de justicia con la salud en sus rayos” (Malaquías, 3,20)

En los primeros tiempos del cristianismo, los creyentes se reunían en torno a la mesa eucarística. En aquel tiempo celebraban principalmente la muerte y resurrección de Cristo, como eje del legado de salvación de Dios.

No sería hasta fechas posteriores al siglo III cuando cuando se siente la necesidad de conmemorar el nacimiento de Cristo, el misterio de la Encarnación de Dios. Como sea que las Sagradas Escrituras no dan pista sobre la fecha o época del año en que se produjo, se piensa en buscar una fecha fuera de las solemnidades de Pascua o Pentecostés.

Desde tiempos remotos con ocasión del solsticio de Invierno, se han celebrado fiestas en muy distintos enclaves del planeta. En Roma, las fiestas saturnales evocaban el “natalis invicti Solis” o fiesta del nacimiento del sol. Considerado desde la teología cristiana, el sol naciente es simbología del nacimiento de Cristo, que hace realidad la profecía de Malaquías. Sin duda por ello, el Papa Julio I propone en el año 350 que el nacimiento de Cristo fuera celebrado el 25 de diciembre, fecha que fue declarada por el Papa Liberio en 354. De esta forma la festividad cristiana sustituye a las antiguas fiestas, tomando de ellas distintos usos y simbologías.

La Navidad, tal como la conocemos hoy, se extiende desde el tiempo de Adviento a la Epifanía e incluso hasta la fiesta de Presentación del Señor (Candelaria). Aún contaminada por el consumismo al uso, la festividad ofrece al cristiano un acercamiento hacia aquel niño nacido en un establo, que se dirigía a Dios como “Abba” (Padre) y que proclamó la bienaventuranza de los pobres en el Reino de Dios.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Que vuelva la Navidad

Autor del texto: Santiago Agrelo, Obispo de Tánger, publicado en su muro de facebook


Cielos, destilad el rocío; nubes derramad al Justo:
Que vuelva la Navidad.

Sin Dios revestido de fragilidad, no hay Navidad.
Sin Dios empequeñecido, no hay Navidad.
... Sin Dios empobrecido, no hay Navidad.
Sin Dios entre pecadores, no hay Navidad.

Sin la alegría que el cielo regala a la tierra, no hay Navidad.
Sin la salvación que del cielo nos llega, no hay Navidad.
Sin un niño que puedas encontrar y en el que puedas reconocer la alegría y la salvación que el cielo te anuncia, no hay Navidad.

Sin la fidelidad de Dios a sus promesas, nunca habría Navidad.
Sin el amor eterno del que nacen las promesas de Dios, nunca habría Navidad.
Sin la fe de María de Nazaret, que confía su vida a la fidelidad de Dios, nunca habría Navidad.
Sin tu fe, no habrá para ti ninguna Navidad.

Encontrarás a Dios pequeño en la Eucaristía. Allí lo escucharás, allí lo recibirás, allí lo adorarás: Será tu Navidad.
Encontrarás a Dios frágil y pobre en el sin techo, en el sin patria, en el sin papeles, en el sin trabajo, en el sin pan. Lo acudirás: Será tu Navidad.
Entonces podrás cantar eternamente las misericordias del Señor, anunciar su fidelidad por todas las edades, porque su misericordia es un edificio eterno: Él, el Señor, ha salido a tu encuentro como Salvador en la Eucaristía y en los pobres. Por su gracia lo has reconocido. Por gracia volverá la Navidad.

jueves, 8 de diciembre de 2011

La indignación del Bautista


Imagen: "Juan Bautista" de Caravaggio (Galería Borghese. Roma)

El tiempo de Adviento en el que nos encontramos, nos acerca la figura de Juan Bautista. Presentado usualmente como prototipo de la vida ascética, aquel que vive en el desierto y se alimenta de saltamontes y miel silvestre, aquel que predica la moderación y la comunicación de bienes, aquel que denuncia el hambre, la extorsión, la violencia, la maledicencia o el ansia de riqueza. Pero detrás de todo ello solemos olvidar que Juan Bautista fue “la voz que clama en el desierto”, la voz de un hombre sincero que no anteponía su propio yo, la voz de un hombre exigente con sus propios principios. Es por esto que denunció cuanto de injusticia se daba en la sociedad de su época, sin pararse ante los poderosos ni ante los jerarcas. Así, arremetió contra la corrupción de Herodes hasta costarle la vida.

Y es aquí donde podemos identificar a Juan Bautista con los “indignados” de nuestros días. Inmersos como estamos en la más profunda crisis de las últimas décadas, los indignados denuncian la corrupción intrínseca de un modelo capitalista que nos ha conducido a esta situación, sin dejar por ello de enriquecer a sus propios artífices desde la Banca, como grandes especuladores financieros, hasta una clase dirigente interesada y corrupta. Los indignados reclaman una democracia real, un cambio de modelo que permita desarrollar un sistema más justo, más digno, más humano, más ecológico. Y aquí no puede uno sino recordar las palabras de Cristo “A vino nuevo, odres nuevos” (Lc. 5,38).

Pero la indignación alcanzaría también a aquel sector de la jerarquía eclesial que no ve más allá de sus orondas panzas, olvidando que hemos de remangarnos los pantalones para pisar los lodos y las arenas de la vida y que parecen convertir la religión en un sistema normativo asfixiante, cuando el propio Cristo decía "Mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt. 11,30).

Cuando Juan llama a "Allanad los caminos del Señor" (Jn. 1,23), con toda probabilidad denuncia los innecesarios fastos de nuestras celebraciones o el excesivo boato de nuestros ritos, que en buena medida ocultan la esperanzadora alegría de la Buena Nueva de Cristo. Pero su indignación alcanzaría también a aquellos laicos que nos mostramos incapaces de asumir una conciencia crítica para limpiar la religión de cuantos postizos la desvirtúan e impiden a muchas gentes y a buena parte de la juventud entender el auténtico mensaje de Cristo, el único y gran mandato que deriva de los evangelios: el amor a Dios y al prójimo. Porque "Dios es amor" (1Jn, 4,16)