Se escucha una voz clara y potente proveniente del desierto: “¡Convertíos...!”. Es la voz de Juan, el eremita, el bautista, el hombre que su búsqueda de la esencia de Dios recurre al desierto tratando de escuchar su voz. Convertirse significa transformarse, de manera que la voz de Juan demanda un cambio en nuestra vida, para que abandonemos la banalidad y nos acerquemos a lo fundamental: la verdad.
Por eso a lo largo de los siglos tantos hombres han tratado de escapar al ruido mundano y ubicarse en la montaña o en desierto en búsqueda de la verdad, en búsqueda de la voz de Dios. Esta es la cuestión, la búsqueda de la verdad. Porque en definitiva la fe es inquietud y búsqueda. Si alguno de nosotros cree estar en posesión de la verdad, no será sino un pobre ignorante, alguien que será presa de los fanatismos, que históricamente tanto daño causan. Es desde la humildad, desde la conciencia de nuestra propia ignorancia desde donde hemos de buscar a Dios. Y como el profeta Samuel abrir nuestros oídos a su voz: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (I Samuel 3, 9)
Alejémonos de los pequeños ídolos que nos acechan cada día, en forma de intereses, vanaglorias y servidumbres humanas y dispongámonos a nuestra propia conversión. Y en su búsqueda, el cristiano no puede olvidar las palabras de Cristo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí”. Esforcémonos, pues, en descubrir la esencia de Cristo y será entonces cuando estemos en el camino correcto.
Sabemos, empero, que la esencia de Cristo se nos revelará con la parusía. Por eso en tiempo de Adviento nos sumamos al grito desgarrado con el que el evangelista Juan cierra su “Apocalipsis” y que, por tanto, cierra el último libro canónico del Nuevo Testamento:
¡¡Ven Señor Jesús!!
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