domingo, 15 de abril de 2012

En un cuerpo glorioso


Se cierra hoy domingo la Octava de Pascua, un tiempo en que hemos celebrado la resurrección de Cristo, núcleo central de nuestra fe. Cristo Resucitado nos posibilita superar nuestras inseguridades, nuestras dudas, nuestras oscuridades para alcanzar la luminosidad de su gracia que transforma por completo nuestra vida.

Y en paralelo a las reflexiones propias de este tiempo, también lo he hecho acerca de lo que será nuestra propia y futura resurrección: la llamada resurrección de la carne, un artículo de fe que solemos tener un poco olvidado, quizá por resultarnos un tanto insondable y misterioso. Por eso hemos de partir del la Resurrección de Cristo para acercarnos, aunque sea mínimamente a su comprensión. Cristo resucitó con un cuerpo glorioso, pasando “del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio, leemos en el Catecismo (nº 646). Cuando Cristo se aparece ante sus discípulos lo hace con un cuerpo físico, que camina, que habla, que come pan y pescado asado, ¡si!, pero un cuerpo glorioso que se hace presente en un cenáculo con puertas y ventanas cerradas, que resulta difícil reconocer sino es por la propia fe.

Esto nos da alguna pista acerca de nuestra resurrección al final de los tiempos, pues también el nuestro será un cuerpo glorioso. No resucitaremos para una mera prolongación de nuestra existencia terrena. No será nuestro cuerpo de los 20, los 40 o los 60 años, sino que será una transformación en un cuerpo, que más allá del espacio y el tiempo, supera las necesidades físicas, se torna incorruptible, no envejece ni enferma. Como nos dice San Pablo esta resurrección “transformará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas” (Flp 3, 21).

Imagen: N.P. Jesús Resucitado. Procesión Domingo de Resurrección. Cartagena (España). De mi archivo