jueves, 9 de junio de 2011

Pereza

Celebrábamos el pasado domingo la liturgia de la Ascensión de Jesús a los cielos, y el relato del libro de Los Hechos de los Apóstoles, nos dejaba una curiosa frase: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” (Hch 1,11)

¡Con la de tareas que tenemos pendientes! Y nos quedamos mirando al cielo como si quisiéramos que éste nos resolviera todas nuestras cuestiones.

Hemos de ponernos manos a la obra. El Amor de Dios ha de impulsarnos a buscar algún tipo de solución a cuantos problemas aquejan al prójimo y a nosotros mismos. La pereza, calificada como uno de los pecados capitales, siempre fue mala consejera. Recuerdo que de niño, mi padre nos despertaba temprano, sentenciando que la pereza “desgasta más que la herrumbre”

El Génesis nos indica que Dios creó al hombre y “le dejó en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase” (Gn. 2,15). Hay un libro en el Antiguo Testamento que habla mucho sobre la pereza; es el Libro de los Proverbios: “Vete donde la hormiga, perezoso, mira sus andanzas y te harás sabio” (Pr. 6,6) y advierte de sus consecuencias: “El perezoso no ara a causa del invierno; pedirá, pues, en la siega, y no hallará.” (20:4).

El propio Cristo es categórico, en su parábola de los talentos: “a ese siervo inútil, echadle a las tinieblas” (Mt. 25,30), y San Pablo es claro como el agua: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (II Tes. 3,10).

Pero no hemos de confundir pereza con ocio. El ocio es simplemente un tiempo no dedicado a tareas laborales. El propio Virgilio en sus “Bucólicas” escribía: “O Melibae, Deus nobis haec otia fecit”....(Oh Melibea, Dios nos da esta ociosidad)