Hablábamos en nuestro comentario anterior del agua, como manifestación de vida y por tanto como manifestación de Dios. Lo mismo ocurre con la luz.
Desde siempre el hombre veneró la luz. Así los egipcios la adoraban bajo la forma del dios Ra, los griegos al dios Helios, los incas al dios Inti, los romanos al dios Apolo, los nórdicos al dios Heimdall, etc... todos ellos identificados con la luz, con el sol.
El relato de la creación del Génesis, nos muestra a la luz, como el primer acto creativo de Dios (Gn. 1,3). Siendo Dios infinito en un mundo finito, la luz es su primera manifestación, presente desde el mismo momento del “Bing-Bang” hace 15.000 millones de años, según las teorías dominantes. La luz no forma parte de la esencia, sino que es manifestación de Dios.
Aunque el concepto de luz es abstracto, generalmente los diccionarios recurren a identificarlo como una radiación que hace visible las cosas. Así pues, es a través de la luz como Dios, nos permite ver y acercarnos a la verdad.
Pero los cristianos contamos con las propias palabras de Jesús: "Yo soy la luz del mundo" (Jn 8:12), que nos ratifica la carta del apóstol San Juan cuando afirma: “Dios es luz, y en él no hay tinieblas” (1 Jn. 1,5). Por eso en estos tiempos en que la sociedad se encuentra frecuentemente en la penumbra, cuando no a oscuras, bueno sería convertirnos a Cristo, a su doctrina de amor, para poder decir con el salmo 27: “El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré?” (Sl 27,1)
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