Este año la festividad de Pentecostés nos llega de la mano
de la beatificación del asesinado arzobispo salvadoreño, Óscar Arnulfo Romero. Cuando aquel día de
1980, recibíamos la noticia de su asesinato mientras celebraba la Eucaristía, nos
sentimos estremecidos por el dolor de despedir a quien fue una de las voces más
comprometidas con los problemas humanos del continente americano, una voz
cercana a los pobres , defensora de los derechos humanos más elementales, desafiante
para el régimen militar de la época en El Salvador. Una voz profética, porque
era sin duda una voz llena de Espíritu Santo. Una voz para hacer resonar la
palabra de Dios, que es anuncio, liberación, gozo, justicia, paz, perdón,
exigencia. Una voz que llamaba a la conversión radical del ser humano y
la sociedad.
Y ha sido triste, muy triste, que desde sectores
ultra-conservadores de la propia Iglesia se haya querido esconder este profundo sentido
cristiano, confundiendo su figura y tildándolo de demagogo comunista. Él mismo
confesaba que le había hecho obispo el pueblo de Dios. Que era el paso de los
días alterados, los sufrimientos populares, la sangre derramada, los gozos
compartidos lo que había conformado su consagración. Era un corazón solidario,
alimentado por el Espíritu. Alguien que creía en la comunidad. En realidad Óscar Romero fue asesinado por creer y practicar el amor. El mismo que nosotros
decimos profesar, pero….¿lo practicamos?.
La llegada del Papa Francisco ha terminado por impulsar este atascado proceso
de beatificación, que no es otra cosa
que el camino hacia la canonización de quien desde hace 35 años es ya conocido popularmente como San Romero de América.
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